29 octubre 2009

SOÑAR QUE DESPERTAMOS

Soñé que no nos conocíamos. Y nos despertamos para saber si nos amábamos.
Soñé que no nos conocíamos. Una pesadilla me abrumaba día tras día. La oscuridad me rodeaba, me ahogaba. Un sueño en el que los gritos y los golpes se sucedían, dejando señales que durarían de por vida. Que ni siquiera ahora han sido superadas. Un sueño con olor a lejía de limón y cerveza. Las sombras se entremezclaban. La cocina estaba siempre encendida. Y la puerta, cerrada. A veces, las paredes retumbaban o se oía como la puerta de la nevera o del microondas se cerraban provocando un ruido sordo. Tras ese, solía venir otro. Yo estaba en mi habitación, iluminado por un flexo, oyendo lo que salía de la cocina. En ocasiones, mi hermano lloraba. Supongo que para que le hicieran caso. Yo iba, le cogía en brazos y, mientras seguían los gritos, yo le cantaba. Intentaba consolar su pena. Las penas de los recién nacidos siempre parecen insufribles. Nadie llora con más fuerza que un recién nacido. A veces conseguía calmarlo; otras, venía mi madre, con su eterna cara de sueño y cansancio, y le cogía. Ella era quien olía a lejía de limón. Le mecía en sus brazos y le arrullaba. Poco a poco, mi hermano se iba calmando. Los recién nacidos también tienen ese don de reconocer a su madre sólo por la forma de mecerlo en sus brazos. Volvía a mi habitación y todo parecía volver a la calma. Me ponía a leer cualquier cosa; recuerdo que, entonces, me leía los libros de Harry Potter, cuando todavía nadie había oído hablar de él. Luego, él venía a mi puerta y la cerraba. Algunas noches se permitía un “hasta mañana” en un susurro, pero nunca metía la cabeza para mirarme; mucho menos entraba a darme el para mí desconocido beso de buenas noches. Cuando empezaba a tener sueño, me metía en la cama. Daba unas cuantas vueltas y me acomodaba. Pero nunca me dormía sin haber oído como se cerraba una última vez la puerta. Eso significaba que mi madre se había ido a trabajar de telefonista, aunque limpiase suelos durante el día. Después, intentaba descansar; ya con mi hermano en la cuna y mi madre yendo al trabajo. Y, tras ese, otro día tan solitario como el anterior.
Y nos despertamos para saber si nos amábamos. Aunque creo que es demasiado pronto para decir que nos amamos. Vamos por el mismo camino. Las sombras, tanto las tuyas como las mías, han desaparecido. Intentamos enterrar mi constante pesadilla; destruir la tuya. Juntos lo iremos consiguiendo. Ya debería haber dejado de ser el “padre” de mi hermano. Debería haber dejado de encerrarme en mi habitación, para no tener que enterarme de lo que pasa más allá de la puerta. Debería haber dejado de recordar ese olor. Deberían haber cicatrizado todas las heridas. En teoría, ¡tendría que haber hecho ya tantas cosas! Estoy seguro de que tú también lo pasaste mal. Pero es algo que tú debes superar. No dudes que tendrás mi ayuda. Y la de muchos más, seguro. Juntos podemos hacer grandes cosas. Y sentirlas. Nos despertamos para saber si nos amábamos. Nos costó despertar. Hubo un largo letargo. Jugueteábamos con las pequeñas lucecitas que se empeñaban en aparecer cada vez que intentábamos abrir los ojos. Por fin, nos hemos despertado. Hemos arrancado todas las telarañas, hemos ahuyentado toda sombra, han desaparecido todas las lucecitas. Tras todo eso, estabas tú. Estás tú. Y tú eres quien ahora me da fuerzas para continuar, para olvidar y construir un futuro que creía destrozado. Sin seguridad pero con confianza, conseguiremos avanzar en nuestro camino, ahora nuestro, hacia un lugar mejor. Ese lugar no me importa porque sé que voy contigo.
Y, aun con inseguridad, miedo, cautela y, racionalmente, demasiada rapidez; también hay confianza, cariño, intuición e, irracionalmente, muchas ganas.
Soñé que no nos conocíamos. Y nos despertamos para saber si nos amábamos.

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