Y, sin esperarlo, las dobleces van saliendo solas.
Pequeños susurros de papel que se convierten en diferentes figuras tras varios pliegues. Las figuras se tornan y cambian de forma según muevas tus manos, y las suyas. Comienza siendo algo plano, sin una idea a la que llegar. Un proceso de maquetación interno sin un libro de instrucciones muy claro. La primera palabra. Lo que quiera que sea va tomando forma según se pliega. Doblez tras doblez. Siempre con unos preliminares, unos pliegues iniciales que dan forma a la futura figura. Doblar y desdoblar. Infinidad de posibilidades. Puede ser un barco, un avión o un corazón. El objetivo suele ser el último. Papel a la mitad, papel en cuartos. Cuartos llenos de anteriores figuras, unas bien terminadas y otras no tanto. Habitaciones blancas, habitáculos redoblados, salas de colores, espacios desplegados, pasillos llenos de arrugas, buhardillas acartonadas,...
Puede que te atasques y decidas ser precavido. Retroceder. Pensar que te has equivocado en alguno de los pasos y volver al inicio. Ir desdoblando poco a poco aquello por lo que luchabas, aquello que intentabas construir. Miedo, palabras equivocadas, dudas, una esquina que sobresale un poco más y hace daño al rozarse con ella. Encontrar un sinsentido. Aburrimiento.
Y, ahora, el papel ya está arrugado. Cuesta un poco iniciar la siguiente figura. Asaltan otras dudas, otros miedos, otro sinsentido. Guías, instrucciones o consejos que intentan ilustrarte pero no llegan a convencerte. Tú buscas algo más. Corazón. Dudas entre guardarlo en el cajón y olvidarte de ello o probar a intentarlo una vez más, quizá de otra forma, quizá otras manos, quizá otro corazón, quizá en la cama.
Y vuelves a intentar... y vuelves a tropezar. En esta ocasión, el eje de simetría no queda perfectamente recto y, al final, una parte acaba dando más que la otra. Intentas reequilibrar pero es complicado cuando la línea ya se ha establecido. Aun así, decides seguir adelante y alcanzar ese corazón. Una doblez a la derecha. Le damos la vuelta al papel y un pliegue por el centro. Las instrucciones marcan que debes coger la esquina y llevarla al centro pero decides llevarla un poco más allá, por equivocación, por rebeldía, por poner a prueba, por no saber decir que no.
El trabajo no termina. Consigues el corazón, con marcas de otras dobleces, con una esquina más alta que la otra... ¿Y ahora qué? ¿Lo pintamos? ¿Lo pinto? ¿Quieres pintarlo conmigo? ¿Lo volvemos a desdoblar? ¿Te lo regalo? ¿Vas a tirarlo? ¿Lo ponemos en la estantería? ¿Se romperá? ¿Intentamos construir uno más bonito? ¿Se lo enseñamos a alguien?
Los susurros de papel se vuelven gritos. Y el corazón acelera el ritmo al verse colocado en tu estantería y palpita para que se note su presencia. No como la vez en la que surgieron lágrimas al verse tirado en la basura después de doblar y desdoblar, desdoblar, desdoblar, desdoblar... Se acaba rompiendo el papel. Y vuelve a palpitar cuando ves que alguien comienza a colorearlo. Verdes, azules, violetas, rojos, naranjas. Pero es una nueva persona, hay que dar forma al nuevo corazón. Quizá alisar bien el papel antes de volver a doblarlo, dejarlo reposar...
¿Quieres hacer un corazón con dos papeles? Podemos intentarlo...
Pero da miedo coger un nuevo papel y empezar a doblar.